Mentir no es un desliz. Es un arte. Una vocación. Una ciencia tan antigua como el lenguaje mismo. Mentimos para evitar castigos, para conseguir beneficios, para no tener que mirar a los ojos cuando decimos lo que no vamos a cumplir. Y los políticos —esos profesionales de la palabra sin consecuencias— son sus máximos exponentes. Pero hay una diferencia entre mentirle a un amigo y mentirle a todo un país. La primera te hace mala persona. La segunda, aparentemente, te convierte en gobernante.
España no necesita una serie de Netflix sobre la política. Basta con encender el telediario o abrir cualquier red social para ver un desfile de contradicciones descaradas que harían sonrojar a cualquier guionista de ficción.
¿Ejemplos? Vamos con uno reciente, fresquito: Miguel Ángel Gallardo, del PSOE. Declaraba sin titubear que nunca se aforaría, que él no necesitaba de esas prerrogativas para protegerse ante la justicia. Esta semana, sin siquiera ruborizarse, ha hecho exactamente eso. ¡Plim! Aforado. Como quien se pone una bufanda cuando hace frío.
Pero no es solo él. Gallardo es apenas un eco de un coro mucho más amplio, donde Pedro Sánchez lleva años marcando el compás del “digo Diego” con una maestría que ya ni sorprende. “No habrá amnistía.” “No pactaré con independentistas.” “No dormiría tranquilo con Podemos en el Gobierno.” Hoy, duerme plácidamente. Y nosotros, insomnes.
Y no nos engañemos: esto no es un problema del PSOE. Es un patrón transversal. Porque si miramos a la derecha, ¿acaso el PP no prometía regeneración democrática mientras se sentaba a la mesa con condenados y tránsfugas? ¿No juraban independencia judicial y respeto institucional mientras empujaban al CGPJ a una parálisis de años?
Y Vox, que entró como el azote de los privilegios políticos, ¿no ha terminado abrazando los mismos sillones, los mismos sueldos y el mismo silencio cuando se trata de sus errores?
Nos hemos acostumbrado a que nos mientan. A que nos cambien el discurso en tiempo real, en la misma entrevista, en el mismo tuit. Se ha normalizado tanto que exigir coherencia parece cosa de ingenuos. Pero no lo es. Exigir verdad, exigir responsabilidad, exigir que la palabra empeñada signifique algo, es revolucionario.
No podemos seguir asistiendo, pasivos, a esta ópera bufa donde todos cantan lo que les conviene y nadie responde por lo prometido. Es hora de recordarles que no estamos sordos. Que tomamos nota. Que cada mentira tiene un coste, y que tarde o temprano lo pagarán.
No importa si eres de izquierdas o derechas. Lo que importa es que te están tomando por tonto. Y lo seguirán haciendo mientras no seamos miles, millones, los que alcemos la voz.
No se trata solo de votar cada cuatro años. Se trata de hacer política con la voz, con la presencia, con la exigencia. Porque cuando el pueblo se calla, los mentirosos gobiernan tranquilos.
Recordemos. Siempre. Porque la memoria es la semilla de la justicia, y el olvido, el abono de los farsantes. No estamos aquí para resignarnos, sino para levantarnos. Porque si hoy toleramos la mentira, mañana ya no habrá verdad que nos salve.
La política nació para servir al pueblo, no para burlarse de él desde la impunidad. Y si nuestros gobernantes han olvidado esto, se lo recordaremos con voz firme, con paso unido, con el clamor de una ciudadanía que ya no se deja engañar.
Se acabó el tiempo del cinismo sin consecuencias. Se acabó el silencio que ampara al embustero. Que lo oigan bien: el pueblo está despierto. La verdad se alza, y esta vez, no vamos a callar.