España y el ciclo de Tytler: ¿hemos envejecido demasiado rápido como democracia?

La llamada teoría del ciclo de Tytler sostiene que toda democracia, por brillante que sea en su nacimiento, acaba desgastándose desde dentro. Curiosamente, no hay pruebas firmes de que el historiador escocés Alexander Tytler la formulara realmente; la cita se popularizó siglos después y probablemente fue atribuida de forma apócrifa. Pero más allá de su autoría, la idea ha sobrevivido porque encierra una advertencia universal: las sociedades libres tienden a recorrer un mismo camino.

Según esa visión, las democracias nacen de la fe y el coraje, alcanzan la libertad, disfrutan de la abundancia, caen en el egoísmo, se adormecen en la apatía y terminan en la dependencia. Es un proceso lento, que se calcula en unos dos siglos.

España, sin embargo, parece haberlo recorrido en apenas cincuenta años.

Nuestra democracia nació con una fuerza moral inmensa. La Transición fue, en muchos sentidos, un acto de fe colectiva: fe en la reconciliación, en el diálogo, en la capacidad de convivir tras décadas de fractura. Aquella etapa condensó lo mejor del inicio del ciclo: coraje, esperanza y propósito común.

Después llegó la libertad consolidada y la prosperidad. La incorporación a Europa, el crecimiento económico, la modernización del país. Fueron años de entusiasmo y avance. Pero también, poco a poco, de complacencia. El bienestar trajo consigo la confianza en que el sistema se mantendría por sí solo. Y cuando eso ocurre, la política empieza a llenarse de intereses particulares, de estrategias de poder, de egos que sustituyen a las ideas.

En España, el desgaste ha sido rápido y visible. La política se ha convertido en espectáculo; los líderes, en personajes; los debates, en monólogos cruzados. La ciudadanía, cansada, ha preferido mirar hacia otro lado. Se habla de corrupción, de promesas incumplidas, de privilegios, y ya apenas sorprende. Es el síntoma más claro del paso del idealismo a la apatía.

Y la apatía, advertía esa teoría, precede siempre a la dependencia. Cuando una sociedad deja de creer que puede transformar la realidad, delega su destino. Espera que el Estado lo resuelva todo, que los políticos actúen por sentido del deber, que “alguien haga algo”. Pero la democracia no funciona con espectadores. Funciona con ciudadanos.

España vive hoy en esa encrucijada. Seguimos disfrutando de las libertades conquistadas, pero con una fatiga cívica evidente. Nos indignamos en las redes, pero rara vez en las urnas o en los espacios de participación. Reclamamos cambios, pero desconfiamos de todos los que los proponen. Queremos soluciones inmediatas, sin asumir el coste que implica exigirlas.

La teoría de Tytler —o, más exactamente, la idea que se le atribuye— no debe leerse como una sentencia, sino como un espejo. Nos muestra lo que ocurre cuando la libertad se da por hecha. Cuando el pueblo deja de ser protagonista y se convierte en público. Cuando los gobernantes —sean del color que sean— confunden el mandato popular con un cheque en blanco.

No se trata de reemplazar el sistema, sino de reavivar la conciencia cívica que lo sostiene. De recordar que el poder político no se hereda ni se conquista: se concede y se revoca. Que la democracia no consiste en votar cada cuatro años, sino en exigir, vigilar y participar.

España no está condenada a repetir el ciclo de Tytler. Pero sí está obligada a mirarse en él. Porque un país no se rompe solo cuando se enfrenta, sino también cuando se acomoda. Y la comodidad, en política, suele ser el preludio del declive.

Tal vez aún estemos a tiempo de retroceder un paso en ese ciclo: de la apatía al compromiso, de la queja a la acción, del desánimo a la fe. No para idealizar el pasado, sino para defender el futuro.

España, con apenas medio siglo de libertad, no debería comportarse como una democracia vieja. Tal vez sea hora de volver a mirar hacia el principio del ciclo: recuperar la fe, el coraje y el sentido común que nos hicieron libres.


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