¿De verdad es casual la subida de precios… o es parte de un plan silencioso?

Durante los últimos años, España ha vivido un extraño fenómeno económico que parece extenderse como una sombra silenciosa sobre la vida cotidiana. Uno camina por cualquier ciudad y escucha las mismas conversaciones repetidas: no hay pisos, los alquileres son imposibles, la gente se lanza a comprar porque teme quedarse fuera del mercado. Los noticiarios machacan cada día con imágenes de Barcelona, Madrid o Ibiza, señalando la tensión en la oferta y la demanda como si se tratara de un incendio que pudiera propagarse sin control. Y lo cierto es que esa insistencia ha calado tan hondo que ha terminado por crear una inquietud generalizada, un clima en el que cualquier vivienda parece una oportunidad de oro que desaparecerá si no se atrapa al instante. El resultado es una oleada de compras precipitada, una burbuja que se infla sin descanso y un mercado que pierde todo contacto con la realidad de los salarios y del ahorro de la mayoría.

Pero detrás de ese miedo extendido, detrás de esa narrativa que convierte cada piso disponible en una especie de botín, hay un detalle que nunca se destaca con suficiente claridad: el Estado ingresa muchísimo más dinero y con mucha mayor rapidez por la venta de una vivienda que por su alquiler. El IVA, cobrado en el mismo momento de la operación, es una fuente de liquidez inmediata para una administración que necesita financiarse a toda costa. No es necesario afirmar ninguna conspiración para comprender que el clima mediático y político que empuja a la gente hacia la compra, en vez de hacia un alquiler estable, resulta sorprendentemente cómodo para las arcas públicas. Y mientras tanto, el ciudadano, atrapado en la psicosis de “ahora o nunca”, paga precios cada vez más altos mientras cree estar tomando decisiones libres.

Esa misma dinámica se reproduce en otras áreas de la economía. Los gobiernos, especialmente aquellos que basan su fortaleza en discursos populistas, despliegan ayudas como si fueran cartas que un crupier reparte en una mesa de casino. Ayudas para colectivos concretos, ayudas para rellenar titulares, ayudas que producen un efecto inmediato en la intención de voto, aunque su impacto real a largo plazo sea más dudoso. Cada anuncio viene acompañado de aplausos y promesas, pero rara vez de explicaciones detalladas sobre cómo se financiarán todas esas concesiones sin comprometer el futuro del país. Y la respuesta suele aparecer más adelante, camuflada bajo la forma de subidas de precios que afectan siempre a los mismos.

De repente, el aceite se dispara. Los huevos vuelven a encarecerse, esta vez con la gripe aviar como excusa oficial, aunque todos sabemos que los precios rara vez regresan a su punto de partida cuando la crisis puntual se supera. La leche sube. La electricidad anuncia un incremento del 10%. Y así, producto a producto, servicio a servicio, el coste de la vida se eleva mientras el discurso político insiste en que todo responde a “circunstancias externas”. Sin embargo, detrás de cada subida hay un incremento automático de la recaudación. A mayor precio, mayor IVA. A mayores salarios —anunciados como una victoria para el trabajador—, mayores retenciones del IRPF y mayores cotizaciones. El ciudadano cree recibir mejoras, pero en realidad el Estado consolida nuevos mecanismos de ingreso mientras aparenta estar del lado del pueblo.

Es en este punto donde uno empieza a percibir la sutil danza entre gobierno y grandes corporaciones. Una danza que no necesita coreografía explícita para funcionar. Los precios suben con una facilidad sorprendente cuando las circunstancias políticas lo requieren. Los bancos, las energéticas, las grandes distribuidoras o los fondos inmobiliarios encuentran vías para justificar incrementos que, al final, alimentan tanto sus beneficios como la tesorería pública. Y los políticos, conscientes o no, contribuyen a sostener un sistema del que quizá dependan en el futuro cuando, tras dejar la primera línea, encuentren asiento en consejos de administración ansiosos por recompensar amistades pasadas.

El ciudadano, mientras tanto, queda relegado al papel más triste del teatro económico: el de marioneta involuntaria. Los hilos que mueven sus decisiones —comprar ahora por miedo, aceptar subidas de precios como inevitables, celebrar ayudas que pagará él mismo más adelante— nunca están a la vista. Y sin embargo, marcan su vida diaria con una precisión casi quirúrgica. Nos dicen que el Estado vela por nosotros, pero basta observar el saldo final de cada medida para ver que, demasiadas veces, vela por su propia supervivencia.

Y frente a este panorama, no queda espacio para la indiferencia ni para la resignación. Cada vez que aceptamos sin cuestionar, cada vez que permitimos que la narrativa oficial se imponga sin contraste, cedemos un poco más de terreno. Es el momento de levantar la voz, de exigir un liderazgo que piense primero en la gente y no en la contabilidad del poder. Un país no puede funcionar eternamente empujando a su ciudadanía al límite mientras proclama que todo se hace por su bien. La democracia no es un rito vacío; es un contrato vivo que permite renovar, corregir, expulsar y elegir de nuevo cuando quienes gobiernan parecen haber olvidado a quién deben servir.

Por eso, ahora más que nunca, hay que reclamar el derecho a decidir. Hay que pedir elecciones, exigirlas si es necesario, para frenar esta sangría económica que cada día erosiona un poco más la vida del ciudadano de a pie. Que esta reflexión sirva no solo como una denuncia, sino como un llamado: alzemos la voz, compartamos el conocimiento, desmontemos el disfraz del poder y recordemos que los gobernantes no están para sostenerse a sí mismos, sino para sostener a su pueblo. Y si han perdido ese rumbo, entonces es el momento de que el pueblo hable con la única fuerza que nunca pueden ignorar: las urnas.

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