La historia humana es, en el fondo, una sucesión de ascensos y ruinas. Ninguna civilización ha sido eterna. Todas, en algún momento, han creído que su esplendor duraría para siempre… hasta que la realidad las despertó. Roma se derrumbó bajo su propio peso, los mayas se apagaron entre sequías y guerras internas, la Isla de Pascua agotó los recursos que le daban vida. Cada caída fue distinta, pero todas comparten una misma raíz: la arrogancia de creer que el progreso no tiene límites.
Hoy caminamos sobre las ruinas del pasado con la misma soberbia de quienes nos precedieron. Nos rodea la abundancia, pero vivimos como si nada pudiera romperse. Mientras la desigualdad se profundiza, el medioambiente se agota y la corrupción se disfraza de normalidad, seguimos celebrando la superficialidad como si el brillo bastara para ocultar las grietas.
Vivimos en una época que confunde información con sabiduría y ruido con pensamiento. Lo trivial se convierte en espectáculo, lo absurdo en tendencia. Las palabras vacías viajan más rápido que las ideas, y quienes deberían cuestionar prefieren entretener. En esa distracción colectiva se gesta el verdadero colapso: no el de las estructuras, sino el del espíritu.
Cuando la ignorancia se vuelve virtud y la reflexión un estorbo, una sociedad comienza a desmoronarse desde adentro. No necesita invasores ni catástrofes naturales: basta con que deje de pensar, de escuchar, de aprender.
Quizá aún estemos a tiempo. Tal vez el primer paso sea recordar que la lucidez también es una forma de resistencia. Pensar, cuestionar, buscar la verdad, aunque incomode, es el único modo de evitar que la historia vuelva a repetirse —una vez más— con nosotros como protagonistas de su próxima ruina.