Hoy no despedimos sólo a un hombre: despedimos a una rareza luminosa en un tiempo de sombras. Ha muerto Pepe Mujica, y con él se va una forma de entender la política como servicio, no como ambición. Un hombre que caminó su palabra, que llevó la coherencia como bandera y la honestidad como escudo. Un político, sí, pero más aún: un ser humano cabal, profundamente fiel a sus convicciones.
Vivió como pensaba y pensó como hablaba, con la boca y la cartera en el mismo sitio —como suelo decir—, algo tan infrecuente que resulta casi milagroso. En un mundo donde tantos pregonan justicia social desde sillones de cuero y oficinas con vista al poder, Mujica eligió la austeridad sin pose, la chacra en vez del palacio, el mate en lugar del champán. No habló de los pobres: vivió como ellos, entre ellos, para ellos.
Fue guerrillero, fue preso, fue presidente. Pero por encima de todo, fue coherente. No se disfrazó de humilde: lo era. No usó palabras grandes para esconder vacíos, sino que usó palabras sencillas para decir verdades grandes. Y mientras tantos hablaban de cambiar el mundo desde el privilegio, él lo intentó desde la decencia.
Nos deja un legado que no cabe en mármoles ni estatuas, sino en la conciencia de quienes aún creemos que la política puede ser una herramienta de dignidad, no una industria de cinismo. Mujica demostró que se puede gobernar sin vender el alma, que se puede ser libre entre barrotes y esclavo dentro de un despacho.
Hoy el mundo es un poco más pobre, porque ha perdido a uno de los pocos ricos en humanidad.
Que su ejemplo no se disuelva en el bronce sino que arda, inspire, incomode y aliente.
Hasta siempre, Pepe.
Tu vida fue una trinchera de esperanza.